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‘Ciberestafas’, robo de datos o sabotajes: un libro del CSIC analiza las nuevas amenazas surgidas en el ciberespacio

¿Qué tiene que ver una web que instala cookies de rastreo sin consentimiento con un programa informático malicioso capaz de sabotear una central nuclear? ¿Y con un correo fraudulento en el que nuestro supuesto jefe nos ordena hacer una transferencia urgente? ¿O con un ataque en el que millones de dispositivos ‘inteligentes’ convertidos en zombis colapsan una web? Todas estas acciones, estén o no vinculadas, suponen una amenaza para la ciberseguridad, una disciplina de reciente cuño a la que está dedicado el último libro de la colección de divulgación ‘¿Qué sabemos de?’, editada por el CSIC y Catarata.
Escrito por David Arroyo, Víctor Gayoso y Luis Hernández, investigadores del CSIC en el Instituto de Tecnologías Físicas y de la Información (ITEFI), el texto aborda un problema, el de la seguridad de la información almacenada o transmitida en el ciberespacio, que no ha dejado de crecer en los últimos años. Un ejemplo de ello es que en 2019 los ciberdelitos aumentaron en España un 35% con respecto al año anterior. Como resultado, el 10% de todos los delitos cometidos el año pasado (218.302) se realizaron por medios digitales. De ellos, solo el 15% lograron resolverse y más del 88% (192.375) correspondieron a fraudes informáticos o estafas, según recoge la Secretaría de Estado de Seguridad.
Estas prácticas afectan a particulares, empresas y estados, que sufren sus consecuencias más allá del mundo virtual. “El ciberespacio no es un mero anexo del mundo real, sino uno de los elementos que actualmente lo configuran, por lo que se puede constituir en causa y efecto en el mundo físico”, precisan los autores. Así, se han documentado ataques con software que han producido daños en infraestructuras críticas, como el que en 2014 impidió el apagado controlado de unos altos hornos en Alemania o el que en 2010 afectó a la central nuclear iraní de Natanz, conocido como Stuxnet.
Más allá de los casos en los que se han visto comprometidos sectores estratégicos, Accenture señala que en los próximos cinco años las empresas del sector privado corren el riesgo de perder alrededor de 5,2 billones de dólares debido a los ciberataques, lo cual es casi el tamaño de las economías de Francia, Italia y España juntas. Por su parte, la Oficina Europea de Estadística indica que España es el país de la Unión Europea con más víctimas de robo de identidad registradas: el 7% de los internautas españo­les habría sido víctima de este delito en los últimos 12 meses, en comparación con la media comunitaria del 4%. En muchas ocasiones la suplantación tiene como objetivo realizar compras, transferir dinero desde la cuenta corriente de la persona afectada o abrir nuevas cuentas para el blanqueo de dinero.

Una completa taxonomía de amenazas

En la detallada descripción de ataques que recoge el libro, el phishing (homófono inglés de fishing: ‘pesca’) recibe especial atención por ser uno de los más extendidos. “En este fraude se sustituyen las direcciones de páginas de Internet legítimas con otras parecidas pero controladas por los atacantes, de manera que el usuario acaba introduciendo datos confidenciales en la web falsa creyendo que se trata de la original”, aclaran los investigadores del CSIC.
El phishing suele estar relacionado con ataques de ‘ingeniería social’, que buscan engañar a los usuarios para que faciliten de manera voluntaria información personal confidencial (contraseñas o datos bancarios) que permita el acceso a un equipo e instalar software malicioso (malware). “Es una práctica común porque, en ocasiones, es más sencillo enga­ñar a un usuario que vulnerar la seguridad de sus equipos informáticos”, apuntan los autores. Un ejemplo de esto es “el llamado fraude del director ejecutivo, en el que un empleado con capacidad para acceder a datos de las cuentas bancarias recibe un correo, supuestamente de su director, solicitándole ayuda para una operación financiera confidencial y urgente”, añaden. Este tipo de estafas se conoce como whaling (caza de ballenas) por tratarse de un phishing dirigido a ‘peces gor­dos’ (ballena o whale).
Los ataques de denegación de servicio (DDoS) contra sitios web, en los que se hace un uso masivo de dispositivos conectados a la Internet de las cosas o de teléfonos móviles que no están protegidos convenientemente; el robo de datos personales por piratas informáticos, pero también por empresas y estados, como demuestra el caso de Cambridge Analytica; o las vulnerabilidades que afectan a la mayoría de los fabricantes de procesadores, como Intel, AMD y ARM, son otras de las tantas amenazas analizadas en Ciberseguridad.

El riesgo del teletrabajo

Los autores critican que las herramientas de teletrabajo, que desde marzo de 2020 han experimentado un crecimiento estimado del 84%, se han adoptado de modo improvisado: “es deseable que todos los teletrabajadores sigan unas buenas prácticas de ciberhigiene, como evitar la instalación de software no autorizado por los responsables de cibersegu­ridad, no conectarse a redes wifi públicas o no responder co­rreos sospechosos de phishing. Ahora bien, una buena política de seguridad no asume sin más que esas normas de ciberhigiene se van a cumplir, sino que establece mecanismos de control para salvaguardar la seguridad en caso de incum­plimiento. Pues bien, en la crisis de la COVID-19 el teletraba­jo se desplegó, en muchos casos, sin que los trabajadores tu­vieran arraigada esa disciplina de ciberhigiene y sin que su empresa tuviera diseñada una política de seguridad adecua­da”.
Esta situación ha propiciado que “el virus biológico y el virus cibernético hayan progresado casi a la par”, ya que “los ‘malos’ —como diplomáticamente, y de forma ha­bitual, uno se refiere a los atacantes— son conscientes de que el usuario medio es el eslabón más débil en la cadena de segu­ridad, por lo que sus ataques se dirigen a quienes le oponen menos resistencia”, agregan.

¿Quién está detrás de los ciberataques?

El libro distingue entre tres tipos de profesionales de la seguridad: los hackers de sombrero blanco o éticos, cuyo objetivo es ayudar a mejorar la seguridad de la entidad para la que trabajan; los hackers de sombrero gris, que buscan mejorar la seguridad, pero utilizan métodos que no son éticos, como la divulgación de vulnerabilidades; y los hackers de sombrero negro, que persiguen una ganancia personal a través de actividades maliciosas o de amenazas.
Estos últimos son los ‘ciberdelincuentes’, que a su vez pueden dividirse en dos grupos: los ‘profesionales’, que proceden del mundo empresarial o son pagados por los gobiernos generalmente con el fin de robar datos confidenciales, y ‘ladrones’, que utilizan datos o identidades robadas para obtener un ingreso monetario. Se estima que, en 2018, más del 80% de la activi­dad dañina se debió a los ciberdelincuentes, cuyas principales formas de actuación son la propagación de código malware a través del correo electrónico –más del 60% del tráfico mundial de correo electrónico en 2018 contenía software dañino–, el phishing basado en técnicas de ingeniería social y la puesta en marcha de plataformas en las que se ofrecen servicios para llevar a cabo ciberdelitos.
Otros perfiles mencionados en el libro son los ‘ciberterroristas’ y los hacktivistas, que, junto a la acción de otros estados, constituyen la principal amenaza para la ciberseguridad nacional. “La mayor parte de los gobiernos sufren ataques desarrollados en otros países, ya sean desplegados por los propios estados o por grupos subvencionados por tales estados”, afirman Arroyo, Gayoso y Hernández. “Los principa­les objetivos de estos ataques son conse­guir información política y estratégica y el sabotaje, es decir, la interrupción de la normal prestación de servicios esenciales y tra­tar de influir en la opinión pública de los países atacados”, explican.
Por último, los especialistas del CSIC se ocupan del personal interno: “usuarios normales o con privilegios, insiders, que por ne­gligencia o por maldad pueden resultar dañinos a una em­presa u organización”. Se estima que alrededor del 25% de los incidentes en entornos corporativos se debe a perso­nal interno.

Buenas prácticas de ciberseguirdad

El texto incluye numerosos consejos para preservar la seguridad de los usuarios. No abrir correos electrónicos de remitentes desconocidos, comprobar que las páginas visitadas sean legítimas, utilizar contraseñas robustas que mezclen mayúsculas y minúsculas, números y signos de puntua­ción o guardar las contraseñas en un sitio seguro son algunas de las medidas propuestas para evitar la suplantación de identidad.
Para quienes utilicen ordenadores, los autores insisten en la necesidad de mantener actualizado el sistema operativo y el software, utilizar programar antimalware o limitar los accesos con roles de administrador a la computadora. En el caso de los móviles, subrayan la importancia de utilizar un PIN o un patrón gráfico de desbloqueo que contenga entre seis y ocho dígitos o puntos de malla, no conectarse mediante redes públicas no confiables (bares, restaurantes, hoteles o aeropuertos) si se van a transmitir datos confidenciales o personales o no conectar el dispositivo a puertos USB que no sean de confianza. También recomiendan no descargar soft­ware de lugares no confiables o revisar los permisos que las aplica­ciones solicitan: “si un usuario desea instalarse una lupa o una linter­na, no debería consentir que tal aplicación pidiera permiso para acceder a sus contactos o a la agenda”.
En ambos tipos de dispositivos, los científicos aconsejan el uso de herramientas antiseguimiento: extensiones o complementos de los na­vegadores que bloquean elementos como scripts, ventanas emergentes, cookies, botones sociales o anuncios. “Casi todos hemos notado que, poco después de haber con­sultado una web para buscar un hotel, un vuelo o un cur­so, cuando visitamos otra web dicha página nos ofrece publicidad sobre eso que habíamos consultado poco tiempo antes: esto se debe a que he­mos sido víctimas de un seguimiento”, denuncian.

Soberanía digital y derechos de ciberciudadanía

Más allá de lo que pueda hacer cada usuario individual, Ciberseguridad pone el foco en las medidas colectivas. Una de ellas es recuperar la ‘soberanía digital’: el hecho de que un estado, pueda desarrollar sus pro­pias tecnologías y capacidades ofensivas y defensivas de ci­berseguridad. “La falta de mascarillas en los inicios de la crisis COVID-19 en Europa nos pone en aviso sobre los problemas de la externa­lización generalizada de la producción. Esto no es exclusivo del sector biosanitario: en el modelo de telesociedad que se adoptó desde marzo de 2020 en Europa, un grueso muy notorio de los recursos que permitieron dar continuidad al trabajo y la enseñanza es­tuvieron basados en tecnología no europea, lo cual puede su­poner un problema en términos de seguridad nacional”, señalan los autores.
Otro de los cambios propuestos es “generar una cultura de ciberseguridad que impulse una sólida alfabetización digital” y ayude a los usuarios a identificar las tecnologías que pudieran estar erosionando sus derechos, como el derecho a la privacidad. “Si contribuimos a reducir el volumen de datos de los que dispondrían los ata­cantes y los adversarios en el tablero cibergeopolítico, estos tendrán más dificultades para entrenar sus modelos de inteligencia artificial y construir operaciones de información para desestabilizar el espacio de toma de decisión en nuestra sociedad”, indican.
Para terminar, los especialistas del CSIC hacen una defensa de los ‘derechos de la ciberciudada­nía’: “hace falta un nuevo giro copernicano para situar al ciudadano en el centro del ciberespacio”, concluyen.